Cacerolas, tintineo y sedición

Cacerolada                                   

tenso desEncuentro del ritual primigenio y la utopía situacionista

superposición de estructura e improvisación espontánea

que habita entre lo puramente semántico y lo sonoro

arte público y militarización de la subsistencia

autopoiesis Y cataclismo

 

¿A qué suena la  Revolución Rusa? Para algunos puede que a Roslavets y a Lourié, para otros a Prokoviev y Shostakóvich pero, ¿y la catalana? Para mí suena a chapa, a aluminio y a hojalata. Como excusa para divagar sobre lo sonoro, hablamos de cacerolas vivas y quejas estridentes desde una mirada afirmativa y  pasional; un simulacro costumbrista; un intento de exotización de una práctica ya genérica.

Lo sonoro se ha expandido hace tiempo, ya no es ruido todo lo que reluce y ese ruido desatendido e hiriente solo necesita de un oído predispuesto a la escucha. El chamán que nos acercaba la inmaterialidad de lo sagrado en los primeros días ha sido colectivizado. Una vez más regresa de la periferia a la que fué expulsado por importunar el melodioso desarrollo de la vida burguesa, armado con sus cacerolas y calderos: ante la llamada al levantamiento siempre preaparado para el estallido sedicioso. 🔥🔥🔥

Mattin1 en sus tesis sobre el Noise reconoce a los trabajadores fabriles, como “sus intérpretes más constantes y brutales”, barriendo bajo la alfombra a todos los artesanos estridentes, quizá por cierta nostalgia revolucionaria o por una lectura parcial de Russolo que al comienzo de L’Arte dei Rumori escribe “La vida antigua fue toda silencio.En el siglo diecinueve, con la invención de las maquinas nació el Ruido”. Basta con leer unas cuantas líneas más del texto para al menos poner en cuestión la literalidad de ese primer párrafo, que entiendo más como una mitificación sobre los origenes de la “música-ruido”, un recurso literario que, de ninguna manera, presume una vida pasada de cartujos habitando una camára aneoica global.

Apretados en el presbiterio antropológico, a rebosar ahora de tránsfugas y merodeadores, proponemos una vuelta a los orígenes que paradójicamente parecen imponerse victoriosos. El triunfo de la superficialidad (inagotable como el lunguaje de los dioses); la amateurización; el desarrollo tecnológico; el gusto por lo efímero y la frivolidad; el trabajo de los moldeadores de los sonoro y el diseño y estetización de la vida, devuelve al sonido su entidad sagrada -sacrílega en ocasiones-, regidora de ritos, celebraciones y sacrificios.

El sonido abraza la ciudad y como en una fragua moldea sus contornos, los transforma, deja huellas imborrables en quién tiene el placer de transitar esas ondas que permanecerán impresas en sus almas. Los creadores se derriten entre el pueblo incandescente y fragmentos de una prosaica expandida, amarrada a la cotidianidad, supra cutánea pero de una inesperada y nada pretenciosa permanencia.

 

 

Cada día el espectáculo en los balcones ,o desde el sofá de casa, si se quiere emular a los discípulos de Pitágoras y escuchar a tientas, es grandioso. No diré  el ejemplo contemporáneo más genuino de gesamtkunstwerk porque ya es un concepto suficientemente profanado, que sirve para Mount Olympus de Fabre (veinticuatro horas de tragedia griega sólo apta para intelectuales ansiosos de un hecho social total que confirme su posición de superioridad), como para cualquier película de Derek Jarman o para las papas con choco de mi abuela.

La representación incorpora al paisaje sonoro otra capa sonora intencionada y chirriante, que pone por unos minutos en guardia el aparato sensorio de los participantes, transforma el espacio urbano en caja de resonancia y aparato vibrante y nos invita a comunicarnos en lugares normalmente transitorios y mediante lenguajes aborígenes. Queda conformado así un estado presubjetivo que hace del retorno una posibilidad y del cambio una tendencia.

 

 

 

Confieso que la primera cacerolada fue perturbadora, incómoda y por sorpresa. Me sacó a trompadas de mi ataraxia, un estado de hibernación mental que llevaba perfeccionado durante años, para a partir de las diez de la noche hacer poco más que respirar y comer pipas del Día. En pocos segundos mi cuerpo inerte se hizo tímpano, sumergiéndose en una escucha profunda y agitada: 200 BPM que no sabemos quién ha decidido pero que nadie se atreve a transgredir. El timbre también parece ser importante mantenerlo dentro de los márgenes de un estridente comunitario. No se puede destacar obscenamente por exceso de brillo y mucho menos optar por golpear cualquier cosa de sonido engolado y redondo, estos parecen estar prohibidos. Algunos hacen su entrada una vez comenzado el espectáculo con una aparición bien notable, como en cualquier fuga de Bach, en la fuga de la Sonata de Samuel Barber o en el Nacht und morgen de György ligeti.


 

 

Me fijo en uno que llamaré Marcel. Botas de goretex, forro polar azul marino con la cremallera casi abierta, calzonas del Barsa y calcetines grises que le cubren poco más que el tobillo, (lo ha vestido su padre, no hace falta ser un lince). Su presunto progenitor vestido también de una vez, sin salir del Decatlhon, lo observa orgulloso cómo golpea una señal de STOP con un paraguas que agonizaba segundos antes como herramienta rota en la acera. 

No puedo mantener mi atención demasiado en el niño del paraguas y su padre porque de repente otra joven toca una bocina, dos pitidos cortos y uno largo. Indescifrable, en caso que fuera algún mensaje en clave, así que no me queda otra que resignarme al disfrute de toda esta orgía sonora, fruto únicamente de convergencias aleatorias, que mantiene su organicidad sostenido por unos marcos flexibles que propician posibilidades múltiples.

 

Un happening que permite despistes a los participantes sin que perjudique en la satisfacción del resultado final. No necesita de precisión quirúrgica, no está encorsetado. No es como jugar a las damas con cuatro fichas, como en la metáfora de Edgar Allan Poe, donde cualquier desviación puede generar una pérdida irremediable.

https://www.youtube.com/watch?v=26nkHR1rOr8

 

Todos los participantes del coro siderúrgico funcionan como un ensamblaje corpóreo de carne y apéndices de metal. Dirijo mi mirada lentamente hacia sus tentáculos y pienso por un instante si quizá las cacerolas no han acabado por golpearse solas, como en la obra  Automátics de Marce-li Antúnez, cada uno de los componentes autónomos de la agencia reservan para sí una realidad más profunda a la que se nos tiene negado el acceso, de la que nunca llegaremos a conocer más que la proyección parcial o una traducción sonora.

 


La respuesta ante tal aquelarre metálico, tan meticulosamente diseñado, resulta ser la desaprobación silenciosa, una conjetura interesada que, aún siendo auténtica, acontece inofensiva, incorpórea, metafísica, incapaz de filtrarse entre los resquicios de los muros del salón de casa y obligada a compartir vulgaridad con la visualidad. Mantenerse silente no puede ser resistencia, al menos no para siempre, acaba siendo una afirmación predispuesta a la ratería o una indeterminación efímera.

En una época antianecoica y con un proletariado coclear multitudinario, me resulta complicado leer este silencio como un silencio que suena; como una “celebración de la quietud”; como una exposición a la nada, que emulando procedimientos psicoanalíticos, quiere hacer emerger lo velado. Robin Morris en Box with the sound of its own making presenta una pequeña caja de madera donde se reproduce en un cassette el audio de su proceso de construcción. Quizá sea esa la analogía: voces muteadas acostumbradas a victorias silenciosas. 

 

 

 

 

 

 

Eugenio Cortés Chamizo

 

  1.  Diez tesis sobre el Noise