Philippe Grandrieux. Filmar el grito: hacia un cine sónico

«Estaba caminando por el sendero con dos amigos –el sol se estaba poniendo– y sentí un soplo de melancolía. De repente, el cielo se volvió rojo; me detuve y me apoyé en la barandilla, exhausto. Sobre el fiordo azul oscuro y la ciudad pendían unas nubes, llameantes como la sangre. Mis amigos siguieron caminando y yo me quedé allí, temblando de ansiedad, y sentí un grito grande, infinito, a través de la naturaleza.»
Diario de Edvard Munch, 22 de enero de 1982

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Entre 1893 y 1910, Edvard Munch llegó a pintar hasta cuatro versiones de la que, muy probablemente, se convertiría en su obra más icónica. Una figura andrógina, de frente, con la boca abierta, los ojos desorbitados y las manos en la cabeza, se estremece en el centro de un paisaje de colores chillones, en el que todas las líneas están combadas. Todas las líneas, a excepción de las del puente que atraviesa la composición y las de los dos acompañantes –desplazados al fondo–, que anclan la imagen, al borde de la disolución, de la abstracción, a una figuración todavía sostenida sobre unos principios de profundidad y perspectiva. La primera vez que vi una reproducción del cuadro de Munch, pensé que el personaje central era la responsable de El grito (1893) que daba título a la obra. Sin embargo, cuando llegué a la anécdota del pintor, esta suposición quedó rápidamente desmontada: la Figura no es el origen, sino la víctima de aquel “grito grande, infinito, a través de la naturaleza”, de aquel ataque de angustia, de la náusea sobre la que, apenas unas décadas más tarde, escribiría Sartre.

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En una versión anterior del cuadro, titulada La desesperación (1892), Munch ya había intentado dar forma a su perturbadora experiencia. Sin embargo, algo no terminaba de encajar: la predominancia de los tonos claros, la aparente suavidad de las formas… pero, sobre todo, la posición de la figura central, aquí colocada de perfil, negando la visión de su rostro y vuelta hacia el paisaje, en un movimiento más próximo a la nostalgia que a la angustia. No bastaba, pues, con la tímida alteración del entorno, que todavía habría de retorcerse y volverse mucho más agresivo: Munch necesitaba del rostro, de la Figura, para poder, literalmente, dar cuerpo a aquel violento grito, a aquella sensación que traspasaba lo exclusivamente figurativo. Para captar toda su potencia en la pintura, el grito tenía que pasar por la fisicidad del cuerpo: por la boca abierta, por las manos en la cabeza, por los ojos desorbitados…. por el gesto. La Figura del cuadro de Munch necesitaba aparecer y emerger como el catalizador de aquel grito infinito que había sobrecogido al artista. Y así, la desesperación de Munch, que exigía ir un paso más allá de la figuración (sostenida en todo momento en la imagen del puente), llega hasta nosotros, espectadores, a través de la Figura, directa al estómago. El grito de Munch llega como una sensación, en el sentido entendido por Cézanne y recogido por Gilles Deleuze en su Lógica de la sensación (1984):

“Hay dos maneras de ir más allá de la figuración (es decir, a la vez lo ilustrativo y lo narrativo): o bien hacia la forma abstracta, o bien hacia la Figura. A esta vía de la Figura, Cézanne le da un nombre simple: la sensación. La Figura es la forma sensible tomada en la sensación; actúa inmediatamente sobre el sistema nervioso que es la carne. Mientras que la forma abstracta se dirige al cerebro, actúa por intermedio del cerebro, más próxima a los huesos.” (1984, 22)

 

Llegar a la sensación, trasladar a la representación visual la fuerza del grito, del sonido, es una tarea tremendamente compleja, que sólo resulta posible mediante la intervención artística. Para llegar a la sensación hay que alejarse de la figuración: no basta con presentar un personaje con la boca abierta y el ceño fruncido. Tampoco se trata de un ejercicio de sinestesia, en el que colores, sonidos y olores se confunden. Ni siquiera, en el caso del cine, consiste simplemente en incorporar el audio a la banda sonora. Se trata, por el contrario, de buscar otros mecanismos, al igual que Munch, para dar forma a lo informe, hacer visible lo invisible. Después de todo, escribe Deleuze, “en arte, tanto en pintura como en música” –y aquí añadimos ahora el cine–, “no se trata de reproducir o de inventar formas, sino de captar fuerzas. Por eso ningún arte es figurativo. La célebre fórmula de Klee, «no hacer lo visible, sino hacer visible», no significa otra cosa” (1984, 35).

 

En su Lógica de la sensación, Deleuze centra su estudio en una serie de cuadros de (a mi     parecer) uno de los artistas más estimulantes del pasado siglo, y pintor del grito –y de la sensación– por excelencia: Francis Bacon. Desde su tríptico Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión a sus Estudios del retrato del Papa Inocencio X, las Figuras de los cuadros de Bacon se retuercen, se contorsionan, se convulsionan: sus rostros aparecen deformados, como trozos de carne moldeados por unas fuerzas brutales, que los oprimen a la vez desde fuera y desde dentro. Apenas sí se puede distinguir una boca, en ocasiones abierta a un vacío oscuro, a un grito estremecedor, como el que recorría el cuadro de Munch. Hay una violencia incontenible, que atraviesa la pintura de Bacon y opera directamente sobre la sensación. Sin embargo, cuando hablamos aquí de violencia, hay que distinguir entre dos tipos: la que tiene que ver con la representación y la que corresponde a la sensación, pues en esta segunda categoría es en la que se incluye la obra de Bacon: “He querido pintar el grito más que el horror”, diría (1984, 24). Pero, ¿cuál es la importancia de representar el grito?

“¿Por qué Bacon puede ver en el grito uno de los más altos objetos de la pintura? «Pintar el grito…» No se trata de dar colores a un sonido particularmente intenso (…) sino poner el grito sonoro en relación con las fuerzas que lo suscitan. (…) Ahora bien, las fuerzas que hacen el grito y que convulsionan el cuerpo para llegar hasta la boca como zona limpiada, no se confunden con el espectáculo visible ante el cual se grita, ni con los objetos sensibles asignables donde la acción descompone y recompone nuestro dolor. Si se grita, es siempre apresado por fuerzas invisibles e insensibles que alteran cualquier espectáculo, y que desbordan aún el dolor y la sensación. Lo que Bacon expresa diciendo: «pintar el grito más que el horror».” (1984, 37)

De nuevo surge la clave: hacer visible lo invisible. Sin embargo, donde Deleuze se plantea “el sonido, o aun el grito, ¿cómo pintarlos?” (1984, 35) debemos ahora preguntarnos: el sonido, o aun el grito, ¿cómo filmarlos? Y es que el trabajo sobre la representación del grito, que alcanzó una cumbre en los cuadros de Francis Bacon, ha encontrado una continuidad destacada actualmente en el medio cinematográfico, concretamente en la obra de Philippe Grandrieux. Nadie pintó el grito, el impacto acústico, la sensación, como Francis Bacon, ni nadie lo ha filmado como Philippe Grandrieux.

La propuesta de leer la obra de Grandrieux desde una perspectiva sónica, sonora, ha sido una idea que Greg Hainge ha desarrollado ampliamente en su libro Sonic Cinema (2017), en parte como respuesta, en parte como alternativa, a aquella visión hegemónica según la cual el cine de Grandrieux es entendido como un cine háptico, de lo táctil. Si bien es cierto que la de Hainge no pretende descartar ni negar ninguna otra aproximación, acierta por completo al apuntar que, por lo general, cuando se habla de un cine táctil, lo único que se está haciendo es desplazar el órgano receptor del ojo a la mano (2017, 80), perpetuando igualmente un modelo escópico en el que predomina lo visible. La idea de un cine sónico (entendido como algo que trasciende lo auditivo), en cambio, apela a un nuevo modelo de percepción en el que las figuras se expanden y se propagan, como una onda, a través de un espacio y un tiempo en los que figura y fondo se funden. El cuerpo ya no es entendido como algo preexistente, sino como algo que se construye en su expansión.
Las películas de Grandrieux, como los cuadros de Bacon, operan directamente sobre la sensación, “actúan inmediatamente sobre el sistema nervioso que es la carne” (Deleuze 1984, 22) y tal vez es por eso que resultan tremendamente agotadoras. Es algo que Manu Argüelles define con gran precisión cuando, a propósito de Malgré la nuit celebra “que sea un cine que me exprima, que me succione todas las energías y que me permita vivir un arrebato, como si Zulueta nos dijese: ¿lo veis? El cine te vampiriza, te domina, te posee” (Argüelles, 2017). Ese impacto sensorial parece cobrar todo el sentido cuando Grandrieux afirma, en una brillante entrevista con Cloe Masotta (2010): “El mío no es para nada un cine psicológico. Es, desde cierto punto de vista, un cine extremadamente brutal. Las cosas tienen lugar. El mío es un cine de acontecimientos”.
Dejando de lado su proyecto Unrest, un tríptico (que vuelve a conectar su obra con la de Francis Bacon) hasta ahora compuesto por White Epilepsy (2012) y Meurtrière (2015), todos los largometrajes de Grandrieux siguen un hilo narrativo mínimo y se construyen sobre unos personajes a menudo arquetípicos, como si hubieran sido extraídos de la Morfología del cuento de Propp (el agresor, el héroe, la princesa…), y motivados por estímulos primarios, relativos a un estadio primitivo en el que no tiene ninguna lógica hablar de juicios de valor ni moral. Como el puente tendido en el cuadro de Munch que lo anclaba a lo figurativo, las películas de ficción de Philippe Grandrieux nunca terminan de abandonar el terreno firme de la narración. No es, por lo tanto, un cine experimental aunque contenga elementos de experimentación, pues éstos siempre se encuentran supeditados a la historia.

Y todo este trabajo sobre el sonido, sobre la forma, sobre la lógica de la sensación, que orienta la obra de Grandrieux hacia lo que podría entenderse como un “cine sónico”, ya podía intuirse en sus primeras producciones para la televisión. Via la vidéo (1975) era un documental sobre la pintura de Claude Viallat, un artista vinculado al movimiento ‘Support(s) – Surface(s)’, que reivindicaba la importancia de la materialidad de la obra. La peinture cubiste (1981), rodada en colaboración con Thierry Kuntzel, combinaba imágenes filmadas en vídeo junto a otras en 35mm, filmadas de manera no realista; una combinación de formatos sobre la que reflexionaría Raymond Bellour en uno de los capítulos de su Entre imágenes, para poner de relieve las posibilidades expresivas y artísticas de la imagen  electrónica. La rue (1993), por otra parte, era un documental colectivo sobre el ciclismo (motivo que reaparecería en Sombre, 1998), en el que Grandrieux dirigía dos cortos donde filmaba (entre otras cosas) el pedaleo de un ciclista, en primer término, desbordando la imagen, entrando y saliendo de foco, anticipando esa manera de filmar, tan característica de su cine, basada en la relación intensa entre cámara y objeto, todo ello para transgredirla: para escapar de la lógica binaria de sujeto/objeto y dirigirse a la esencia misma.
Foco y fuera de foco, contracción y dilatación, sístole y diástole, son las parejas de movimientos que balancean a los cuerpos de las películas Grandrieux entre lo figurativo y lo abstracto. Son, en definitiva, las que motivan el ritmo, pues “el ritmo es la coexistencia de todos los movimientos en el cuadro” (1984, 21). En la entrevista con Cloe, dice Grandrieux:

“Pienso que vivir una relación de artista con el mundo es aceptar situarse en ese lugar en el que precisamente no sabemos nada y nos sentimos amenazados, a la vez que libramos con todas nuestras fuerzas un combate contra nosotros mismos. Y es un extraño ir y venir desde lo que podríamos saber a lo que nunca sabremos. Es un ritmo, la cuestión del ritmo. Eso es el estilo. La forma, que no el formalismo.” (2010)

 

Filmar el ritmo, el sonido, el grito… todo ello lleva a unas nuevas condiciones de puesta en escena que conducen a una experimentación sobre la imagen. Después de todo, descomponer y recomponer el movimiento había sido uno de los principales intereses no sólo de Bacon o los vanguardistas como Duchamp, sino que se encontraba en el origen mismo del cine, en la famosa apuesta del caballo de Muybridge. Descomponer y recomponer el movimiento desde un trabajo con el sonido es lo nos que lleva hasta las secuencias musicales de las películas de Grandrieux: el baile de Sombre al ritmo de Bauhaus, la danza terrorífica de La vie nouvelle, el concierto de Malgré la nuit… las Figuras se sumergen en el medio sonoro para alterar y deformar las velocidades, los ritmos, la percepción visual y la relación entre la imagen y el dispositivo.

Philippe Grandrieux / films by / extracts from epilepticfilmbookmusic.com on Vimeo.

Como el elástico del que habla Alain Bergala para referirse a las relaciones físicas y emocionales que se establecen entre director y ciratura, entre la mirada y su objeto, Philippe Grandrieux carga con la cámara en sus películas, en Sombre (1998), La vie nouvelle (2002) y Malgré la nuit (2015), y se convierte en el operador de unas imágenes que están constantemente desbordando cualquier posibilidad de plano o de foco. Como si Grandrieux, desde la distancia mínima, estuviera tensando al máximo ése elástico que lo une a sus personajes: en un intervalo en el que apenas sí podemos tocar una imagen que se vuelve inasible, como una onda sonora. Es el tipo de acercamiento, de filmar, que ha llevado a Adrian Martin a sugerir, muy acertadamente, que las imágenes de Grandrieux palpitan (Martin, 2004). De nuevo, la condición de lo sónico vuelve a aparecer de forma significativa en esa expresión, en el palpitar de las imágenes, que implica un movimiento físico, pero también una sensación acústica. Y en el grito, igual que Bacon, Grandrieux hace visible la máxima expresión de ese elemento sonoro:

“Bacon hace la pintura del grito, porque pone la visibilidad del grito, la boca abierta como abismo de sombra, en relación con fuerzas invisibles que no son otras que las del porvenir. Kafka hablaba de detectar las potencias diabólicas del porvenir que tocan a la puerta. Cada grito las contiene en potencia. Inocencio X grita, pero justamente grita detrás de la cortina, no solo como alguien que no puede ser visto, sino como alguien que no ve, que no tiene nada que ver, que no tiene otra función que hacer visibles las fuerzas de lo invisible que lo hacen gritar, las potencias del porvenir.” (Deleuze 1984, 37)

 

 

 

 

 

 

 

Es el grito sordo del personaje de Un lac (2008) o el mismo que cierra La vie nouvelle (2012), sumergiendo al personaje en la oscuridad, filmando su garganta como si la nuez fuera a estallar de un momento a otro: como si todo el interior de la Figura estuviera tratando de salir del cuerpo. Entrando y saliendo de foco, palpitando, vibrando, la Figura de Grandrieux grita y, con su gesto, hace visibles las fuerzas de lo invisible que la atraviesan. Grita sin ver ni saberse vista, como en el cuadro de Bacon. Sin embargo, la cortina a la que se refiere Deleuze, aquella que cubre al Inocencio X de Bacon, no es otra cosa que el lienzo primero de Velázquez: como si éste hubiera sido rasgado para descubrir qué esconde. Al contrario de lo que puede llegar a pensarse, el cuadro de Bacon no es el reverso del de Velázquez, sino su trasfondo, lo que hay detrás, lo que va más allá de la figuración. Igual que Miguel Ángel decía ver las esculturas encerradas en los bloques de piedra, y que su misión era liberarlas al esculpirlas, Bacon parecía ser capaz de vislumbrar la imagen del Papa aprisionada tras el retrato velazquiano. Y, como una máquina de rayos x, lo que Bacon está captando en su lienzo son todas las potencias que laten en el interior del cuadro de Velázquez. El grito interno e invisible del que sólo puede dar cuenta el arte. Un proceso    análogo al que, una vez más, despliega Philippe Grandrieux cuando en su terrorífica secuencia de La vie nouvelle (2002), se sirve de una cámara térmica para filmar a sus personajes, penetrando la representación de los cuerpos, redoblando la visión del grito a través de un campo sonoro ensordecedor.
Con el mismo impacto comienza Sombre (1998). Después de unas imágenes en las que resuena el trayecto en coche que abre El resplandor (Kubrick, 1980), unos niños asisten a un espectáculo en el que gritan a un contracampo ausente, formando una violenta masa de sonido, un grito colectivo que toma cuerpo a través de una imagen inestable que tiembla y palpita junto a ellos. El sonido reverbera en las siguientes imágenes, en las que el paisaje se disloca, se desdobla, vibra… Incluso con la imagen silenciada, se puede escuchar el ruido. Siguiendo la lógica del relato, los niños podrían estar gritando a una representación de marionetas ofrecida por el protagonista de la cinta (ese asesino cuyo gesto homicida consiste precisamente en tapar las bocas de sus víctimas, negando cualquier sonido), o bien podrían ser los espectadores de la propia película, en un ejercicio metacinematográfico. Uno podría interrogarse sobre el porqué de cada uno de los gritos encerrados en las películas de Grandrieux. Tanto da, porque lo importante está en otro lado: en la sensación, en la capacidad del director francés por captar las fuerzas, por dar cuerpo al sonido, al grito. Volviendo sobre Klee, el logro de la obra de Grandrieux se encuentra en “no hacer lo visible, sino hacer visible”, en captar el grito grande, infinito, a través de la naturaleza.

 

 

 

DANIEL PÉREZ PAMIES

BIBLIOGRAFIA
ARGÜELLES, Manu. 2017. “Malgré la nuit. Deseo y autodestrucción” en Cine Divergente. Disponible en: www.cinedivergente.com/festivales/festivales-2017/da-film-festival-2017/malgre-la-nuit
DELEUZE, Gilles. 1984. Lógica de la sensación. París, Editions de la differénce.
HAINGE, Greg. 2017. Philippe Grandrieux: Sonic Cinema. Londres, Blomsbury Academic.
MARTIN, Adrian. 2004. “Dance girl dance. Philippe Grandrieux’s La vie nouvelle” en Kinoeye. Disponible en: www.kinoeye.org/04/03/martin03.php
MASOTTA, Cloe. 2010. “Entrevista a Philippe Grandrieux: La plástica del deseo” en Transit: Cine y otros desvíos. Disponible en: www.cinetransit.com/entrevista-a-philippe-grandrieux
MASOTTA, Cloe. 2012. “Comunicación: La poética del gesto en el cine de Philippe Grandrieux” en I Congreso Internacional Mutaciones del Gesto en el Cine Europeo Contemporáneo, Universidad Pompeu Fabra.