En defensa de la poesía de mierda

Quizá la mejor manera de describir a la gente verdaderamente culta sea por su actitud respecto a aquello que quien no lo tacharía de vulgar. Es raro el día en el que no desfilan por las redes sociales la displicencia y sus variantes sometiendo a juicio de la pedantería casi cada cosa que guste, divierta o alegre a la gente corriente.
Ya sea que el relato de Twitter-terror que perpetró a cabo  Manuel Bartual en una horterada, y una gilipollez sin precedentes (que los tiene, véase Marble Hornets en Youtube), que -sorpresa- cualquier serie de Netflix o la HBO es simpleza predecible construida con shock-value, anacronismos escenográficos y feminismo gratuito (como si existiera tal cosa), que el League Of Legends (o cualquier videojuego corporativo) es patrimonio de  niños-rata onanistas y escolarmente fracasados  o el nunca obsoleto y siempre clasemediano comentario sobre que el reggeatón es sonido para disminuidos psíquicos sin gusto musical ni higiene corporal mínima; o, por mostrar un poco de autocrítica, que lo que ocupe los anaqueles centrales de la Casa del Libro, de Isabel Allende a Osho pasando por toda la editorial Noviembre, es directamente mierda.

Tomaré este último caso, el de “la nueva poesía de mierda”, por aplicarme este correctivo a mí antes que a nadie. Cierto que Defreds (léase Irene X, Loreto Sesma, Luis Ramiro, Diego Ojeda, Carlos Miguel Cortés y el resto de la plana) son poéticamente mediocres y hasta pobres, como también son pobres matemáticamente o geológicamente: sencillamente, quien tiene  intereses matemáticos o geológicos no acude a esos libros, igual que quien los tiene poéticos rápidamente los abandona o ni los llega a leer. Pero no podrá decirse que sean pobres en sí mismos, menos aun cuando copan las listas de los más vendidos y las lecturas apasionadas -y se diría que felices desde luego  voluntarias- de tantas y tantas personas.

Es extraño encontrar entre la gente de veras leída un insulto hacia esto. Quizá sí un simple desinterés, respecto del cual aquello que ignoran se les hace indiferente. La ignorancia y la indiferencia no suelen pasar por motivos de orgullo, por lo que es raro ver a los antedichos invirtiendo su tiempo en dejar claro públicamente que ignoran tal o cual cosa, siendo que prefieren invertirlo en leer y conocer tal o cual otra, o esa misma.

¿De dónde surgen, pues, la atención hacía esta “mala poesía” por parte de gente dizque culta y tantos artículos garrulos y gárrulos escritos con tantas ganas como asco?1

Seguramente de olvidar que el abismo te mira de vuelta, y de que dedicar tus letras a las de quien consideras un escritor pésimos no va a hacer que las tuyas mejoren.
¿Cuál es aquí la intención? Parecería que la desaparición de un género (digamos “estilo” si a tanto no alcanza) poético, si no la simple impugnación de las obras sencillas por serlo, del gusto popular por ser, de hecho, el del pueblo. Cabe hacer el mismo comentario que hacía Chesterton acerca de los fascículos de a penique para jóvenes 2: no hará falta mucho estudio para darse cuenta de que el verso fácil y la canción vulgar, paupérrimos como puedan serlo, han existido desde que el hombre es hombre, literalmente. Lo han hecho sin más visos de ser buena poesía o buena música que los que tiene un puchero de ser cocina sofisticada y exquisita o cualquier piso humilde del área metropolitana de ser gloriosa arquitectura. La conclusión, por supuesto, es que cualquiera necesita una comida y un hogar: tanto como falta le hace la poesía.

Si fuésemos lo suficientemente inteligentes nos daríamos cuenta de que la necesidad de mensajes comprensibles que expliquen la vida y el mundo, y la de que lo hagan consiguiendo implicarnos –al menos emocionalmente–, es tan importante y, si no más elevada, quizá sí más profunda que la teoría estética y literaria que producen la pedantería o las cátedras, cuando no ambas a la vez. Lo será como mínimo hasta que el proyecto ilustrado de sustituir lo primero por lo segundo no haya tenido éxito; si es que aún cabe esperar que lo tenga, o quepa considerarlo un éxito si llega.
En cada obra de arte que, por contra, se diga “excelente” suele poderse apreciar alguna pretensión (¿estética?), una fibra de discurso (¿artístico?) o la deliberada ausencia de éste: un objetivo a realizar y realizado (o no) que delimita la propia obra y la circunscribe a sí misma.

No ocurre así con las obras populares. Un superhéroe de cómic no envejece, los capítulos de una sitcom son intercambiables entre sí y las letras de cualquier canción de Los 40 Principales, también. Tal y como seguimos celebrando con canciones, alcohol y derroche el solsticio de invierno, así hayamos aterrizado sondas en Marte.
En la cultura vulgar, tan pobre como parezca, se cultiva una eternidad evidente, desde luego más trascendente –si estamos por no confundir cultura y arte– que cualquier parnaso de obras maestras ya erigido o a erigir.

No es ningún secreto para la antropología la cantidad de sociedades humanas que se han mantenido hasta muy recientemente en un estado neolítico inamovible, con culturas, invariadas en base a una mitología cíclica, para las que la idea de Historia, y no digamos ya la de Progreso, no tienen ningún valor ni acaso sentido. No parece una locura, por lo tanto, entender que, tanto como siempre habrá necesidad de casas, comida o de prohibición del incesto (diría aquél), siempre necesitaremos de esa poesía directa y sencilla, mucho más que de la obtusa y sofisticada, para vivir como lo que somos.
Y el que, para España, ser la quinta potencia económica de Europa no haya significado la separación Fútbol-Estado sino que, más bien, la indisolubilidad de ese binomio haya sido su principal motor, da más pruebas a favor que en contra de este argumento 3.Y eso no tiene nada que ver con el arte, menos si cabe con la labor del crítico.De otro modo, que si la disyuntiva fuera entre la humanidad y la reseña, entre la vida y el arte, la elección de lo primero habría de ser convencida y vehemente por parte, precisamente, de los artistas y, desde luego, de los críticos, pero no en calidad de tales sino en la de lo que habrían de ser antes de ello, a saber, adultos con la cabeza en su sitio. Por supuesto, si tal disyuntiva existiese: lo que existe en realidad es, por un lado, poetas que harían bien en acortar distancias con aquello a lo que aspiran antes que marcarlas con –a menudo– el allí de donde vienen (pues el tiempo de lectura de una cosa sustituye al de la otra); y por otro, y por mucho que a menudo sean la misma persona, críticos que podrían dedicar lo que leen, no digamos ya lo que escriben, justamente a aquellos autores a los que aprecian o deberían apreciar.

Los niños deben soñar con aventuras, con lugares irreales y poderes inauditos, porque están por descubrir qué será realmente el mundo y nada hay más natural que su deseo, el de lanzarse a conocerlo más allá de lo posible. Por eso escribir bien para niños es siempre una proeza. Toda literatura infantil que en lugar de esa inocencia omnipotente les destape los rigores miserables de la tierra atentará contra la infancia y desde luego contra la literatura; en todo caso habrá que ser censor con quien dé a leer a un niño a Conrad en lugar de a Tolkien, pero no con ninguno de esos autores.

Si a un adolescente se le vende una canción que cante que el sexo es alegre y las fiestas divertidas, o un poema que le muestre su vulnerabilidad y que el amor es difícil, será algo bueno. Es bueno creer que debe haber fiestas y deben ser divertidas, como debe haber sexo y debe ser, siempre y sin excepción, feliz; y tiene que haber amor y más vale saber que es muy jodido, toda vez que ir avisado lo ayude a uno a superar su dificultad. O puestos a pensar otras formas de amar y de amarse, que también es de lo que se trata, qué mejor que intentar transmitirlas en libros que lea más gente que menos y canciones que de hecho escuche alguien. Que la música pop o la poesía descaradamente manierista cumplan al menos el primer papel es un lujo y un acierto que deberíamos saber defender, porque lo contrario sería una catástrofe y un drama. Otra cosa será que, efectivamente, pueda decirse en uno o varios sentidos que esa música y esa poesía son una mierda, pero si queda claro: que son música y son poesía. En cuanto a lo segundo, si el problema es que sean reaccionarias, habrá que entonces no pecar de lo mismo para con ellas.

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Un adulto, finalmente, debería ser capaz –en la mayor medida que pueda y, dijésemos, asintóticamente– de comprender y aceptar el mundo tal y como es. Por tanto, y aunque fuera sólo por la lógica constituyente que juega la industria cultural en nuestras sociedades, estar al tanto del arte generalista es, por usar un término en infrauso, sociográficamente, valioso.

Sólo cabría criticar que alguien, pasada la veintena, siga leyendo Harry Potter, y ni siquiera. Porque las vidas de la gente no han de depender de las exigencias y jerarquías del arte, y, si así consiguen proteger algo de aquello que de niños les dio todo lo mejor –y de paso les inculcó un hábito de lectura–, más vergüenza para el crítico, que estaría confundiendo una cosa con la otra. Pero se tendrá que exigir y que mostrar a fortiori la máxima severidad cuando se haga pasar, por el contrario, lo otro por lo uno. Es decir, cuando un régimen de intercambio mercantil suplante su labor a la crítica, y cuando el número de ventas de un póster del Ikea o de reproducciones de una entrevista a Avelina Lésper en Youtube decida la calidad respectiva, artística y crítica, de ambas cosas, en función de su valor marginal como mercancías, boyante a ojos vista, y la decida por el hecho simple de multiplicar la existencia de lo fungible, lo de fácil consumo, y aniquilar materialmente la de lo demás.

Esto por supuesto ha sido una apología del arte institucionalizado, pero no un alegato contra la democracia, aunque lo parezca. Decía Tomás Rodríguez, editor de Akal, que no era lo mismo editar a la izquierda que editar para la izquierda; del mismo modo, no hay nada más demócrata que pretender dotar a la ciudadanía de un panorama artístico rico, variado y de calidad, por mucho que ni esos contenidos coincidan con los que previamente ésta demandaba ni apelen a una sensibilidad, que acostumbra a ser la suya, conformada, como decíamos, por una industria cultural de masas siempre decidida a igualar por lo más bajo, sino que ofrezcan o incluso funden otras (sensibilidades y, por ende, ciudadanías).

 

Si algo cabe criticarse, pues, será en todo caso a esos críticos autocomplacidos con su capacidad para darse cuenta de que la poesía pobre muestra pobreza poética. El papel de un crítico debe ser antes y por encima de ello analítico, nunca militante.

 

Si algo se podrá impugnar será en todo caso al crítico encantado de saludar su capacidad para darse cuenta de que la poesía pobre muestra pobreza poética. Y estaría por ver qué entendemos por riqueza en el arte. El papel de un crítico debería ser antes analítico que militante, dicho esto ordinalmente. Su hacer más científico que, justamente, artístico, porque quien entienda que el estudio estético de la obra de arte –y de sus relaciones con aquello que no lo es– deba estar comprometido con una adscripción de clase (social, política, económica, cultural o artística) antes que con la comprensión de lo que en su caso se trate estaría, como mínimo, comenzando por el final y, en cualquier caso, explicitando lo que era implícito y para más inri obvio. Siempre que no entendamos que es la misma cosa firmar manifiestos que críticas. Por supuesto, un buen crítico puede (debe) mostrar por otra parte la mayor militancia política que quepa, sin confundir un trabajo con el otro; claro que no se defiende aquí la posibilidad de algún tipo de análisis empírico fenomenológicamente puro, e ingenuo, pero sí un intento digno de acercarse a algo que se le parezca. Es una miseria para cualquier adulto no interesarse por la política ni participar de ella, en alguna medida y grado, pero si es un miserable lo será en primera instancia como persona, no como crítico de arte (que en segunda también), y existirá una cierta higiene en diferenciar cosas distintas que lo político atraviesa por igual.

«Cada pincelada es política», decía Isidoro Valcárcel Medina, quien no caía en aquella confusión. Cada pincelada tiene un valor político como tiene un valor económico o temporal, y otro artístico, sin ser todos estos uno y el mismo o indiscernibles; se podría añadir, sin que puedan valorarse cada uno de ellos desde cualquiera de los demás.

El trabajo del esteta como esteta se reduce a tres campos: las obras de arte, los valores que ponen en juego y sus condiciones de posibilidad (tanto de que sean lo que son como de que así los percibamos). Empezando por lo último, podría ser que la crítica de lo vulgar lo sea de alguna gnoseología o epistemología concretas, pero aunque no sería clasista decir que no todas las personas llevan a cabo sus apreciaciones desde una misma sensibilidad, sí lo sería calificar y discriminar unas sensibilidades (y unas percepciones) como bajas y otras como elevadas: ¿elevado hacia dónde, hacia qué, si no hacia sus propios contenidos? Eso es una falacia circular de petición del principio. Tratando de lo primero, calificar como pobre o vulgar una obra puede llevar a la confusión de emitir un juicio de valor donde tocaría uno de hecho, el de ver qué es y por qué o cómo lo es; una obra puede ser repetitiva, tosca, burda, simple o anodina, pero ninguna de esas cualidades justifica la censura. Por descarte, será respecto de los valores en los que una obra se funde y que transmita de lo que cabrá decir si son censurables o no.

 

 

Y con razón podrá decirse por ejemplo que el tópico del amor cortés es patriarcal –id est censurable (por antonomasia) – pero, entonces, habrá que no ser beatos, y preguntarse si no son más machistas las letras del indie que las del rap. O si no son más planas las películas de Christopher Nolan que las de Michael Bay; o si subir las fotos de tres en tres al Instagram o stories del opening de Juego de Tronos lo eleva a uno de algún modo. O si quien parodiza sobre sí mismo, presentándose en las redes sociales bajo un pseudónimo rebuscado y un gusto camp, le saca alguna ventaja estética a quien se compromete con su decisión de ponerse el escudo del Atlético de Madrid como foto de perfil.

Concluía Chesterton su artículo con que «los pobres –los esclavos que de verdad se han inclinado ante el peso de la vida– a menudo han sido locos, descerebrados y crueles, pero nunca desesperados. La desesperanza es un privilegio de clase, como los cigarros. Su balbuceante literatura siempre será del género “Tormenta y Sangre” (Stürm und Drang), tan simple como las tormentas de los cielos y la sangre de los hombres».
La críti
ca audaz no debería dirigirse entonces a que un juntaletras facilista tenga muchos seguidores en Twitter y sí quizá a que Luis García Montero ocupe el lugar que ocupa, y ni siquiera tampoco. Hay cosas mejores que hacer, para el crítico y para el poeta. Pocas actividades humanas requieren de tan pocos instrumentos para llevarse a cabo y

hacerse públicas como la poesía, desde las cuartillas anónimas, y las no tan anónimas, dejadas al desquite en un mentidero del Madrid de los Austrias hasta lo que cualquiera puede colgar en su muro de Facebook o su blog de Tumblr hoy. Por cierto, previa lectura gratuita y en libre acceso online de toda la poesía de primer nivel, y del que se quiera, que se pueda pedir. Más de la que uno sabe de entrada que no va a encontrar en esos versos contra los qu e demasiado a menudo se cargan las tintas. Y por cierto, más de la que da tiempo a leer en una vida. La misma parquedad de tiempo llama a economizar esfuerzos y sobre todo a no desperdiciarlos, por ejemplo, buscando sentirse mejor persona o serlo despreciando a quienes no leen los mismos libros que tú.

 

 

 

 

 

Miguel Ballarín

 

  1.  Excepción hecha a los artículos escritos al respecto por Unai Velasco, mucho más que recomendables: aquí y aquí.
  2. A Defence of Penny-Dreadfuls (1901), G.K. Chesterton 
  3. Sobre la política como continuación del fútbol por otros medios, ver el trabajo de Ismael Crespo Amine.
  4. https://elestadomental.com/radio/colorin-colorado/inv-tomas-rodriguez-ed-akal